Charles Perrault, aniversario de su nacimiento

Charles Perrault (París, 12 de enero de 1628-ibídem, 16 de mayo de 1703) fue un escritor francés, principalmente reconocido por haber dado forma literaria a cuentos clásicos infantiles como Piel de asno, Pulgarcito, Barba Azul, Cenicienta, La bella durmiente, Caperucita Roja y El gato con botas, atemperando en muchos casos la crudeza de las versiones orales ( a diferencia de los hermanos Grimm, que, en sus cuentos, fueron más fieles a las tradiciones populares alemanas en las que se basaban).

 Perrault añadió a las historias algún toque de humor (como, por ejemplo, cuando la reina ogresa de La bella durmiente del bosque quiere comerse a la princesa Aurora "en salsa Robert") y también unas moralejas al final de cada cuento.


Perrault vivió 75 confortables años -funcionario de profesión y escritor de vocación- y, a pesar de haber sido miembro de la Academia Francesa y rostro conocido de la corte de Luis XIV, casi no pasa a la historia. Por los pelos, pero lo hizo. Seis años antes de morir, publicó bajo el nombre de su hijo un breve volumen de cuentos que sentarían los cimientos de la literatura infantil actual. Puso sobre el papel ocho relatos orales, historias crueles y bizarras de héroes zarandeados por mil contrariedades que, finalmente, alcanzan la felicidad. Y los hizo leer en voz alta en Versalles.



Las historias de Charles Perrault fueron discutidas en asambleas literarias, sembró en los más pequeños el deseo de alcanzar la dicha, de superar los contratiempos, de temer al mal. Después llegó Disney, recuperó sus narraciones más crudas -y las de los Hermanos Grimm y las de Hans Christian Andersen- y, tras decidir que no eran aptas para todos los públicos, las barnizó con una capa doble de azúcar. Charles Perrault imaginó el zapato de cristal de la Cenicienta, la rueca de la Bella Durmiente, el lobo de Caperucita. Pero sus historias no son como el lector siempre ha creído que son.

Inauguró, eso sí, la literatura escrita para niños. Y le dio un enfoque ético. Charles Perrault discurrió moralejas en verso que apuntó al final de cada cuento, algunas dirigidas a los ojos infantiles y otras, cargadas de ironía, a los del adulto, y, a través de sus relatos, el lector puede hacerse una idea bastante fiel de cómo funcionaba la sociedad en el Antiguo Régimen: la desigualdad entre poderosos y humildes, la servidumbre y la pompa de los banquetes de la corte (La Cenicienta), el derecho a la primogenitura o la miseria del campo (Pulgarcito). De la misma manera, a través de las versiones de los Hermanos Grimm, podemos imaginarnos el mundo del siglo XIX. Los relatos infantiles pasaron dos siglos después de Charles Perrault a hablar de mujeres sumisas, a la espera de hombres listos y fuertes que les salvan la vida. Caperucita Roja es el mejor ejemplo de cómo cambiaron las cosas durante esos 200 años. 
En lugar de evolucionar, caminamos a partir de entonces hacia atrás. Todo lo políticamente incorrecto fue silenciado y, a principios del siglo XX, floreció incluso una corriente que, rozando lo absurdo, suavizó a los malos, convirtió en colegas a protagonistas y antagonistas, y suprimió las escenas más desalmadas. Los niños dejaron de ser abandonados; las madrastras, de ser malvadas; los ogros se convirtieron en tiernos y afables. No duró mucho. Los cuentos acabaron encontrando un término medio, más blando que duro, estereotipado y tradicional, un perfil que responde a la idea que hoy todo lector se forma en su cabeza cuando le hablan de una carroza y un zapato de cristal, de una rueca y cien años de sueño o de un minúsculo niño que marca el camino de vuelta a casa con migas de pan.





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